Para Lily

Mi abuela paterna vivió en Estados Unidos casi toda su vida y aunque venía a México tres meses al año y se instalaba en una larga vacación, la mayor parte de mi comunicación con ella transcurrió vía correo.

Cartas de una o dos páginas escritas a mano que se leían como una conversación de café, a menudo con consejos y regaños. Ella siempre prefirió la letra manuscrita, que en ocasiones era difícil de entender. Escogía papeles de diferentes tamaños y con curiosos diseños, marcos de animales y estampas fosforecentes.

Podía pasar uno o dos meses sin que yo recibiera una carta de mi abuela porque ese era el tiempo que en los noventa tardaba en entregar una carta de Prescott, Arizona, a la Ciudad de México. Pero cuando finalmente llegaba, siempre esperaba sentarme en un lugar silencioso en la casa para empezar a leerla. Era como gozar de un sabroso bocado que masticaba lentamente.

VALERIA LEÓN

Mi abuela, Jaqueline Mariette Chastan, de la pequeña región francesa de Digne, era la única persona que se refería a mí con el nombre de “Valerie”.

En sus cartas siempre me contaba de sus viajes a Las Vegas, de los casinos, de “los aeróbicos”, como ella le llamaba a las clases de aerobics, y del rodeo al que le gustaba ir con su grupo de amigas.

Cuando fui a visitarla entendí la importancia que para ella tenía el correo. Todas las mañanas, como parte de su rutina, después de beber café caminaba unos 30 metros al buzón rojo que se encontraba junto al camino para revisar su correo. Y entonces regresaba a la sala de su casa, que estaba rodeada por un árido escenario propio del desierto de Arizona, para lentamente romper el sobre y leer la carta. Había un deleite en ese instante de lectura en el que se conectaba con sus seres más queridos que vivían en otro país.

Jaqueline, o Lily, como todos le decíamos, murió en 2015 sin haber abierto un correo electrónico. Si alguien quería comunicarse con ella debía de hacerlo a través del tradicional correo.

Mi gusto por la escritura nació redactando cartas para mi abuela. Me emocionaba la cercana comunicación que implicaba escribir una carta, no se “edita” con un click como un correo o un mensaje de texto en estos días en los que la tecnología rige cualquier forma de interacción.

Hace veinte años escribir una carta representaba un acto íntimo. La espera me emocionaba, imaginar el viaje de semanas de ese sobre para que alcanzara su destino final: el buzón junto al camino poco transitado en Prescott, Arizona.

Tienes 1 minuto para responder

Esta experiencia contrasta con la inmediatez con la que se han revolucionado las comunicaciones por las nuevas tecnologías, impulsadas por el proceso de globalización. Esto nos ha transformado en seres impacientes por naturaleza.

Si alguien no contesta un mensaje de texto en menos de tres horas ya es demasiado tarde, y en muchas ocasiones se asume como una falta de educación si tardas tanto en responder.

Los mensajes de texto han capitalizado la interacción humana a su máxima expresión. Si bien esto puede llegar a frivolizar las relaciones con las personas más cercanas, también permite estar en contacto con la gente que vive a miles de kilómetros de distancia.

Tengo una amiga que se fue a vivir a Brisbane, Australia, hace cinco años y nuestra relación es más cercana que cuando estábamos en el mismo país.

Debido a la diferencia de horarios nos es casi imposible hablar por teléfono, pero a través de mensajes de texto y notas de voz nos comunicamos casi cada semana. Me cuenta cómo se siente, qué tal va su matrimonio, se queja de su trabajo y de la ciudad en la que vive. A menudo, como si estuviera sentada en la sala de mi casa, nos reímos de escuchar nuestras aventuras

Mientras que la tecnología me ha permitido comunicarme con personas en otros países y mantener una relación cercana a pesar de la distancia, con gente a mi alrededor es lo contrario. Dejé de hablar por teléfono con mi mamá, ahora nos comunicamos a través de mensajes de texto y únicamente nos llamamos cuando hay algo urgente o drástico que comentar.

Mi ex novio y yo decidimos cortar por mensaje de texto. Si esto hubiera pasado hace cinco años no lo creería, pero en estos tiempos no me pareció ajena esta situación.

La espera que requería el correo se ha desvanecido, pero no ha desaparecido por completo.

A finales de febrero visité por segunda vez la peculiar ciudad de Valladolid en Yucatán, ubicada a escasos 162 kilómetros de Mérida. Esta vez noté que había más extranjeros que mexicanos en el lugar, los precios y el servicio estaban enfocados al turismo internacional.

En este reciente viaje a la Península me acompañó un británico, quien lleva cuatro años viviendo en México un país que encuentra fascinante. Caminamos por el centro de la ciudad y se detuvo inmediatamente frente al carrusel que contenía las postales con las imágenes más majestuosas de zonas arqueológicas y otras riquezas mexicanas. Compró cinco postales.

Entrada la tarde se sentó en una de las tradicionales sillas “confidentes“, un símbolo representativo de Yucatán. Estas sillas permiten conversar mirándose a los ojos, pero con una considerable distancia. Como las cartas.

Durante poco menos de una hora escribió algunos renglones en cada una de las postales que había comprado. Imaginé lo que su amigo en Reino Unido podría pensar de tan paradisíaca imagen. Más tarde, en una tienda de puros, compró los timbres postales y depositó las postales en una oficina de correo.

“Tardarán unas seis semanas”, me dijo satisfecho de haber completado su misión.

Extrañé sentir la emoción de la espera, imaginar la sorpresa cuando recibes correspondencia de un lugar lejano. Debo admitir que envidié tener a alguien viviendo lejos que pudiera apreciar una carta como lo hacía mi abuela Lily.

* Este contenido fue originalmente publicado en el HuffPost México.

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