Lo valioso de tener una amistad marcada por una amplia diferencia de edad decanta en un mayor aprendizaje. A pesar de esta enriquecida experiencia, las consideradas  “amistades intergeneracionales” no son comunes. 

Generalmente nos conectamos con personas de nuestra misma edad o unos cuantos años mayores o menores, pero no más allá de eso. 

¿Por qué no cultivar una amistad con gente que no se encuentre en tu rango de edad? 

Es algo que ni siquiera nos preguntamos porque no está sobre la mesa, no lo consideramos, es una situación que muchas veces es vista como extraña. 

El haber tenido la fortuna de contar con amigos mucho más chicos que yo y mucho más grandes que yo, me ha llevado a relatar mi experiencia por lo gratificante que ha sido. La convivencia se asemeja a una clase en donde absorbes tanto conocimiento que te sientes transformada. 

Con mi amigo más chico, a quien le llevo 12 años, es reflejarme en un camino y analizar mis propias acciones, lo que me ha llevado a ser lo que soy y estar en donde estoy. De manera frecuente me pregunta “¿qué opinas?, ¿qué debo hacer?”

Darle un consejo a alguien de mucho menor edad que tú es un reto, ya que los contextos de vida son distintos, y hasta contrastantes con los tuyos. Es por ello, que sus planteamientos de la vida me apasionan. 

Pocas veces nos encontramos de frente con un abismo de intereses y estamos conscientes de nuestra edad y el momento de vida a partir de los cuestionamientos de alguien que está transitando por un mundo distinto al que a nosotros nos tocó décadas atrás.

A través de esta amistad he podido palpar donde están las dudas e inseguridades de las nuevas generaciones, eclipsadas por la galopante revolución tecnológica y la crisis climática, lo que ha impactado su manera de relacionarse, algo que a mi no me tocó vivir cuando era adolescente. 

Una plática con él me hace reflexionar sobre el mundo, así de poderosa es esta amistad que mantengo.

La dinámica es distinta con mis dos amigos mayores. Uno de 60 años y el otro de 52. Con casi treinta años de diferencia, ellos se han vuelto mis más sabios consejeros. 

El primero, poeta y escritor, me enseñó que si bien cada día nos hacemos más viejos, lo único que nos permite mantener un alma joven es estar en constante creación. Así es como sostenemos conversaciones en su biblioteca, donde tiene más de siete mil libros ordenados alfabéticamente. Leemos poemas y le pregunto sobre el franquismo. 

Cuando le expongo mis dudas, veo esa luz de enseñanza en sus ojos, imagino algo similar a lo que yo siento con mi otro joven amigo.

Por el contrario, con el de 52, con quién mantengo muchas similitudes  (quizá influidas por cumplir años casi el mismo día), expongo mis temores ante mi incapacidad por manejar mi estrés. 

“¿Cómo es posible que en este momento en el que estoy alcanzando todas mis metas no pueda disfrutarlas porque la tensión me controla?”, me sinceré en el último desayuno que compartimos hace unas cuantas semanas.

“El estrés envejece, y está en su mente, no en su cuerpo”, me respondió. Diez años atrás estuvo internado durante casi un año en el hospital por divertículos en el intestino. 

Tras esta experiencia, se alejó de cualquier tensión que un puesto de poder podría generar. Lo que antes representaba para él un éxito o un avance en su carrera, en realidad se convirtió en un atentado a su salud.

Poder escuchar experiencias de gente que ya caminó la senda y encontró respuestas, es algo que atesoro.

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