No pensé dos veces lo que implicaría recoger a un cachorro de la calle. De tan solo un mes de edad (según calcularon los veterinarios) el ahora bautizado Suny, deambulaba entre montones de desperdicios en un parque que está sucio y abandonado.
Suny se cruzó en mi camino, pero empiezo a creer que fue un regalo del universo.
Nunca había pensado en tener un perro en casa, no soy una persona a la que le agraden sobremanera las mascotas, y los perros nunca han sido mi fascinación. Sin embargo, cuando vi a esta pequeña bolita de pelos rondar solo a tan corta edad, siendo un recién nacido no lo dudé, caminé directo hacia él. Traté de llamarlo pero él parecía estar sumamente concentrado oliendo y ronroneando entre los desperdicios. En ese instante solo sentí la necesidad de protegerlo. Quizá si lo hubiera pensado más no sé si lo hubiera adoptado. Pero fue un instante en el que simplemente sentí que ese perro era para mí. Lo tomé entre mis brazos, y su carita me enterneció tanto que mientras caminaba hacia el veterinario para que me dijera qué hacer, empecé a hablarle. Yo, que siempre había criticado a la gente que hablabla con animales y me parecía rídiculo, pues nunca iban a entender tus palabras, me encontraba diciéndole frases como “seremos tú y yo”; “siempre te voy a cuidar” o “todo va a estar bien”.
Todo lo que expresaba realmente lo estaba sintiendo, quería protegerlo.
Su carita no sólo me enternecía a mí, sino a todos los transeúntes que advertían su divina presencia. En los semáforos mientras esperábamos la luz verde para cruzar, las personas me rodeaban para decirme “tú perro es una chulada”. Yo me sentía muy nerviosa porque en el fondo no sabía bien qué iba a pasar ni por qué había decidido agarrar a un cachorro de la calle que buscaba comida en la basura. Entre los individuos que se acercaron a ver al cachorro, que olía a abandono, le confesé a una señora mi confusión por haberlo tomado y no sabía qué tenía que hacer. Su mano, que acariciaba el pelo del cachorro se detuvo lentamente y su sonrisa se desvaneció, paulatinamente fue levantando la mirada con una expresión sorpresiva. Sus ojos se llenaron de lágrimas y con voz entrecortada me confirmó: “Esto es lo más bonito que puedes hacer”. Se disculpó por llorar y me explicó que estaba sumamente conmovida. Me aseguró lo que yo había sentido: “Este animalito es un ser especial y será tu compañero más amado. Él te va a amar y tú a él”. Ahora era mi mejilla la que advertía una lágrima recorriéndola. Nos abrazamos. Antes que se fuera le pregunté su nombre. “Me llamo Sol”, respondió.
Cuando llegué al veterinario el perrito dejó de llorar y se quedó dormido entre mis manos. Cuando entré me recibieron con expresiones de admiración. “¿Qué tengo que hacer?”, pregunté con nerviosismo a la doctora que cubría el turno de la tarde. “Bueno pues necesitarás…”, y empezó a nombrar una larga lista de aditamentos, los cuales compré sin dudarlo. Fue el primer signo de abnegación y amor que sentí por este ser. Es lo más cercano que he experimentado a un instinto maternal. Sin esperarlo, un ser había robado mi corazón y quería hacer todo por él.
Cuando llegué a casa y lo acosté en su nueva camita color rosa, se durmió enseguida. Durmió por horas. Cada movimiento yo lo reportaba al veterinario. Me convertí en la incómoda mamá primeriza que va al pediatra y que por su minuciosa lista de dudas la consulta termina siendo de dos horas. Me convertí en lo que más había criticado, porque nunca había experimentado un sentimiento de amor desinteresado.
Le hablé y mandé fotos y videos a toda mi familia, les di la noticia con mucha emoción. La respuesta de la mayoría de los miembros de mi familia fue sorpresiva. “¿Y qué vas hacer cuando viajes?”, “¿con quién lo vas a dejar?”, “yo no lo voy a cuidar”, me advirtieron. Entonces sabía que seríamos él y yo. Y que la crianza de una cachorro no es fácil pero el amor que sentí por él sobrepasaba cualquier pesimismo familiar entorno a lo que me acababa de pasar.
Mientras él dormía en su cama me di cuenta de que aún no tenía un nombre. Pensé en la señora que llegó con un mensaje que me confirmaría el sentimiento que experimenté con mi cachorro de la calle. Lo encontré un domingo soleado y él llegó a iluminar mi vida. Suny, lo nombré.
Hace un mes que vive en mi casa y se ha convertido en la emoción de mis días, el abrazo mañanero más apapachador, la compañía y momentos de ternura que me han estremecido hasta las lágrimas. Seguido le digo “te amo” y me río de pensar cómo tachaba de locas a las personas que hacían esto con sus perros.
Decidir adoptar a Suny me ha hecho saber lo que es la protección a un ser desamparado, me mostró el amor desinteresado, lo que significa querer darlo todo por que alguien más esté bien y compartir su felicidad.
“Hiciste un acto de misericordia”, pronunció mi tía después de escuchar esta historia y verme sonriendo al saber que Suny estaba ahora en su hogar. Alguien me dijo que a los perros abandonados tú crees que los rescatas pero en realidad ellos te rescatan a ti. Suny me rescató de ser un individuo egoísta, me rescató de una vida de contemplación personal cada vez más carente de sonrisas auténticas. Me hizo conocer lo que es ofrendar paciencia y concebir una entrega infinita hacia un ser necesitado a quien vas a mostrarle el camino de la vida.
Suny me ha hecho mejor persona.
Columna publicada en el HuffPost España en marzo, 2020.