NOTAS DESDE LA CUARENTENA. Estar confinados es estar obligados a vivir y lidiar con nosotros mismos
Los ruidos provenientes de las calles son trinos y hojas levantadas por el viento. Ya no se escuchan más claxons de automóviles manejados por conductores desesperados tras permanecer atrapados en el tráfico de la Ciudad de México durante horas. No existe la “hora pico”; a las seis de la tarde, sobre Avenida Reforma, se observa una decena de automóviles que espera la luz verde en el semáforo para continuar.
Los peatones no caminan más por las banquetas, únicamente dueños de perros y uno que otro puerco adquirido como mascota hipster. Los encuentros personales se han vuelto cada vez menos casuales y cercanos. El uso de mascarillas, tapabocas, lentes y guantes, ha creado una barrera social. Si osas estornudar cerca de alguien serás objeto de miradas penetrantes deseando tu fin. Las pláticas que solíamos entablar han migrado a la red, dispersando nuestra atención entre nuevos mensajes recibidos por whatsapp, actualizaciones y ofertas en línea. Es difícil hablar de cómo nos sentimos y las emociones que estamos experimentando en esta era denominada ya “el Gran Confinamiento”, porque estamos confundidos y vivimos con incertidumbre hasta de nuestros propios sentimientos. Un mundo nuevo nos espera y todos permanecemos a la expectativa de cómo será el fin de este ciclo y el inicio de un insospechado paradigma humano.
Lo que consumíamos y conocíamos como “necesidades creadas” se han difuminado. Las tiendas y restaurantes permanecen cerrados, y nos dimos cuenta que asistíamos a estos sitios por la experiencia, casi imposible de replicar desde nuestro confinamiento. No hay lugar para la convivencia social emanada del bullicio de ocupar un asiento en uno de los espacios más cotizados en la Condesa un domingo para brunchear. En lugar de esto, permanecemos en nuestro hogares pidiendo de vez en vez comida a domicilio. Nos conformamos con recibir bolsas con mensajes de agradecimiento y buenos deseos por parte de los establecimientos de comida. Una vez que abrimos las bolsas y deleitamos los platillos, nos damos cuenta otra vez que estamos solos. El vacío es aún más profundo conforme los días, las semanas (y pronto los meses), transcurren.
Las reuniones virtuales y “fiestas de cuarentena” son la nueva forma de socializar y las cubre citas los nuevos encuentros románticos. “Te invito a la reunión por Zoom para celebrar mi cumpleaños”, me escribió un amigo recordando “su evento”. El ambiente, conformado por ruido, música, bullicio, pláticas de fondo, gritos y carcajadas, es lo que hacía de un encuentro social una fiesta de celebración. ¿Creen que eso puede ser replicado en Zoom? Cerramos la computadora y seguimos solos, confinados en nuestras casas, que cada vez más se convierten en los compañeros más íntimos. Nuestras paredes evidencian los arranques de locura, llanto, desesperación, y risas con nosotros mismos, momentos de concentración tratando de trabajar, porque también se han transformado en nuestra sala de juntas y oficinas, aunque este espacio no incluye el chisme ni el cigarro a media mañana lejos del escritorio. Solos, únicamente acompañados por la taza de café, que en la tarde es remplazada por la copa de vino o de mezcal, según sea la preferencia del bebedor. “Escoja el día que usted decida que sea”, escribió una amiga en una de sus historias en Instagram.
Los fines de semana ya no se sienten liberadores. El ambiente es desolador. Desde que tenía seis años voy al centro de Coyoacán cada tanto a dar la vuelta, me deleita observar la concurrencia, que a cierta hora de la tarde se convierte en tumulto, los espectáculos de artistas callejeros en el histórico quiosco, un escenario vivo y lleno de riqueza cultural. Siempre me ha fascinado ese lugar. En el quiosco cubrí el paro del 15M, que fue inspirado por el movimiento de los indignados en España, en este espacio también tomé mis primeras clases de baile de la vida y presenté obras de teatro como parte de cursos de verano a los que mis padres me inscribían para “entretenerme” durante las seis semanas de vacaciones que teníamos en el Colegio cuando era una estudiante de primaria. Ahora, ese mismo quiosco luce rodeado por cintas amarillas de precaución. Donde había niños corriendo persiguiendo palomas ahora hay un guardia con una mascarilla que prohíbe el paso. ¿Qué pasará con los niños que viven este confinamiento? “Es el mejor “qué bueno que no tengo hijos” de la historia”, leí en un post en redes sociales. Los padres se dividen entre enfrentar sus sentimientos de ansiedad, dar clases a sus hijos, entretenerlos, tratar de trabajar (si es que la crisis no les ha arrebatado sus actividades laborales), e intentar explicar a los menores lo que está sucediendo, aunque nadie tenga idea en realidad de lo que está pasando.
Llamados a ponerle fin a las medidas de confinamiento se han hecho en el mundo. Y México no ha sido la excepción. El llamado se hizo en voz de un conductor en horario estelar, mismo que pertenece a una empresa que obliga a sus empleados a seguir asistiendo a pesar de haberse reportado casos de Covid19 e incluso muertes en las oficinas de Grupo Salinas. Lo que contrasta con el decremento del movimiento en las calles, que en un mes se redujo hasta un 70%. “Aguanten seis semanas más”, suplica el Subsecretario de Prevención de la Salud, el doctor Hugo López-Gatell, al anunciar una extensión de la cuarentena hasta mediados de mayo.
El confinamiento nos ha puesto en una introspección profunda antes ignorada: un momento obligado a convivir con nosotros mismos, sin distracciones ni el ruido del consumismo, porque no hay a donde más salir ni con nadie más que convivir afuera. Una vida de contemplación es la que nos espera en las próximas semanas, aún más intensa, aún más profunda, aún más confrontadora. Esa misma confrontación personal que se convertirá en nuestra liberación individual.