Desde que Raúl Caporal, de 29 años, dio positivo a la prueba de VIH hace más de una década, los tiempos han cambiado para las personas que viven con este virus y él ha sido parte de la transformación.
Sin tener la menor sospecha que podría ser seropositivo, Rául (en ese entonces de 18 años de edad) acudió a una clínica de salud en México en donde por identificarse como hombre homosexual le sugirieron hacerse la prueba, a lo cual aceptó sin imaginarse que el resultado de ésta cambiaría su vida radicalmente.
“Era muy irresponsable en el cuidado de mi salud”, confiesa sin reparos. “Si no hubiera sido por una clínica de medicina familiar que se cruzó en mi camino probablemente mi detección hubiera sido muy tardía”.
Como Raúl, el 43 por ciento de los jóvenes que participaron en el Estudio de Hábitos en salud sexual de la Ciudad de México dijo no haberse realizado una prueba de VIH al considerarlo innecesario.
Una vez que Raúl tuvo en sus manos los resultados del diagnóstico de VIH que indicaba “positivo”, los sentimientos de ansiedad y miedo afloraron. Transcurridos unos meses vino la negación y finalmente, tiempo después, la aceptación.
Cuando él supo que era seropositivo en 2008, era muy común rastrear de dónde venía el contagio. Es decir buscar y señalar al culpable de la transmisión. Sin embargo, este enfoque, que terminaba por criminalizar a las personas portadoras muchas veces sin que ellas lo supieran, se ha ido modificando.
Hoy las juventudes con VIH tienen las mismas aspiraciones que cualquier otro joven.
“Me tocó vivir el proceso de transición de realidades. Podemos ver un brinco de diferencia de cómo es vivir con VIH después de ser diagnosticado, desde la perspectiva regional y global”, comenta Raúl, quien es fundador de la Red Mexicana de Jóvenes y Adolescentes Positivos que actualmente reúne a más de 500 miembros de entre 12 a 30 años con este padecimiento. “La Red” ha empoderado a jóvenes con VIH a salir de lo que denominan como un “segundo clóset”, es decir vivir con el constate temor a ser descubierto y juzgado por su condición.
El abordaje para tratar la enfermedad se ha alejado de ser únicamente vista como un estigma que afecta a hombres homosexuales, población transgénero o trabajadoras sexuales, hacia un virus que puede afectar a cualquiera. Acompañado del avance feminista, se logró una interseccionalidad de grupos históricamente vulnerabilizados.
“El VIH es un simple virus que nos ha enseñado que es un punto en el horizonte que te lleva a conocer que el problema es la homofobia y xenofobia. Tiene una carga de clasismo”, recalca Rául.
Este cambio es parte de una nueva dinámica, que prioriza una perspectiva de género y un tratamiento de acompañamiento en jóvenes libre de discriminación. De igual forma, de una apertura desde la sociedad civil para ampliar el conocimiento de métodos anticonceptivos.
El poder de la educación cambia realidades
Lo que antes impedía a jóvenes seropositivos empoderarse comunitariamente cambió. Hoy las juventudes con VIH tienen las mismas aspiraciones que cualquier otro joven.
“Se me olvida que tengo VIH porque mi vida tiene muchas cosas más que me definen. El VIH no me define, lo puedo llegar a olvidar”, apunta Raúl. Para que él pueda vivir sin ser señalado por su condición ha habido una evolución social, misma que ha sido acompañada de avances en la investigación y ciencia.
La poca o casi nula información a la que tienen acceso los adolescentes y jóvenes incrementa el riesgo de contraer enfermedades de transmisión sexual (ETS).
Por ejemplo, hace 35 años que surgió el VIH como pandemia. Entonces, alguien con este virus debía tomar hasta 25 pastillas diarias de antirretrovirales. Actualmente, dependiendo del tratamiento, con una o dos pastillas al día pueden ser suficientes para impedir la replicación del VIH dentro del organismo. Los antirretrovirales, que en México alcanzan un costo de hasta 25 mil pesos (alrededor de mil euros) pero que son distribuidos gratuitamente en centros de salud, permiten alcanzar una fase de indetectabilidad que aún teniendo relaciones sexual no transmite el virus a la persona. Esto fue un avance que se presentó en 2008 en Holanda conocido como el estudio Partner que concluye que si el virus es “indetectable es intransmisible”.
En promedio en América Latina la actividad sexual empieza entre los 12 y 13 años. Sin embargo, la poca o casi nula información a la que tienen acceso los adolescentes y jóvenes incrementa el riesgo de contraer enfermedades de transmisión sexual (ETS). Lo que suma a que el contagio de ETS sea mayor. Casi la mitad de las personas dicen nunca haberse realizado una prueba para detectar ETS. Dada la necesidad de forjar una sólida cultura de prevención de enfermedades de carácter sexual, la concientización sobre los beneficios de acudir a consultas de salud sexual desde la adolescencia es crucial. Desde la sociedad civil, en grupos como La Red, al que pertenece Raúl y organizaciones como EresFem se busca crear espacios de orientación sexual porque entienden que el futuro de los y las adolescentes de México depende de la calidad de educación sexual que reciban
Esta columna de opinión fue publicada en el HuffPost España en abril 2020.