Nunca antes había estado particularmente interesada en la arquitectura hasta que conocí a un singular arquitecto, quien me mostró la esencia detrás de la técnica de construir.

Parecía un domingo cualquiera en la Ciudad de México, avenida Reforma cerrada parcialmente para los ciclistas como nosotros dos, que la recorríamos rodando. Lo que iba a ser un paseo ciclista matutino se convirtió en una revelación arquitectónica.

A lo largo de la ruta, Ricardo se detuvo tres veces en una hora para mostrarme la grandeza detrás de las inconmensurables edificaciones que enaltecen esta arteria vial.

A pesar de haber transitado millones de veces por la esquina de Río Rhin y Reforma, nunca me había detenido a admirar la majestuosa arquitectura de la Bolsa de Valores, de Juan José Díaz Infante. Con una fachada de más de mil cristales, este lugar enarbola una de las construcciones más apantallantes de la capital.

 

Ricardo detuvo su bici, y me hizo una seña para que yo hiciera lo mismo que él.

“Admira esta belleza”, me ordenó sin mirarme. Sus ojos no parpadeaban, se enfocaban en la cúpula de esta construcción.

Detrás de esa mirada, pude comprender que gracias a la arquitectura nos construimos como individuos, nos edificamos como sociedad y trascendemos como nación.

A través de la arquitectura la ciudad habla, dentro de los muros se plasman los gritos y las sonrisas de una época, de un momento histórico, he ahí la riqueza de este arte.

Seguimos nuestra ruta en bicicleta hacia la Fuente de Petróleos, hasta llegar al Auditorio Nacional. Sentados en las escaleras, sentí por primera vez la fuerza de la gigantesca bandera de México ondeando sobre nosotros.

 

“¿A qué otro lugar crees que se asemeja este?”, me preguntó este joven arquitecto frente al Auditorio.

Ante su cuestionamiento me percaté de lo poco que nos detenemos a observar los materiales y formas de los edificios que nos rodean. No se necesita ser un arquitecto para valorar y admirar los lugares que habitamos.

Sobre Reforma, el Museo Tamayo de Arte Contemporáneo, del mismo arquitecto, el afamado Teodoro González de León construyó, junto con Abraham Zabludovsky este recinto. El sello es muy característico en estas dos construcciones. Están a unos cuantos metros de distancia, y nunca había reparado en su parecido.

¡Es un clásico de la arquitectura!, dirán los que saben.

Mientras este tipo de construcciones modulares interactúan con el entorno, su presencia termina por ser irrelevante para muchos que transitan diario por Reforma. Sin embargo, nunca debemos de perder los ojos de turista en nuestras propias ciudades. Es la mejor forma de mantenernos descubriendo cosas nuevas y diferentes todos los días.

Museo Tamayo, de Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky.

 

Es muy fácil dar por sentado que habitas un lugar, sin cuestionar su pasado e impregnar su historia en cada bloque.

A partir de estos cuestionamientos se esconde la esencia de la vida misma. Desde la reveladora intención de un individuo por no solo construir, sino enfocar su arte a crear espacios para la gente, hasta la marca de una corriente que simboliza el movimiento vanguardista de los años cincuenta en México.

Frente al Auditorio, se ubica el recientemente galardonado rascacielos bautizado como “La Torre Reforma”, el edificio más grande de la Ciudad de México.

 

Ricardo me tomó de la mano, y sentenció: “Te voy a mostrar una joya”.

Entramos a este singular recinto con piso de vidrio, grandes pantallas y una sobria recepción con dos personas formalmente vestidas.

“Mira esta belleza”, expresó.

Yo, sin comprender con claridad a qué se refería, específicamente solo asentí con humildad.

“El retablo dorado atrás de la recepción me recuerda al cuadro Mathias Goeritz en la casa estudio de Luis Barragán”, apuntó el arquitecto, quien me acompañó en este especial domingo.

 TORRE_REFORMA

 

Finalmente, me percaté de lo que hablaba. Una especie de anfiteatro gigantesco detrás de la mesa que fungía como recepción de este rascacielos.

La casa estudio del afamado arquitecto, Luis Barragán en Tacubaya, resguarda un cuadro dorado empotrado a la mitad de la escalera que fue un regalo de Goeritz.

Con la entrada de luz natural proveniente del ventanal se refleja directamente sobre el cuadrado y así, ilumina la parte baja de la casa.

I

 

Entonces comprendí que las personas dedicadas a la arquitectura no ven la vida como todos los demás. Lo comprobé en los ansiosos ojos de Ricardo, quien a cada lugar que llega sugiere una adecuación.

En su mente habita el constante ímpetu por expresar algo que trasciende las palabras. Sus emociones se plasman en planos arquitectónicos.

*Este contenido fue originalmente publicado en el HuffPost México.

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