Tras más de un mes de viaje, la caravana de migrantes que salió de Honduras el pasado 13 de octubre se encuentra detenida en la frontera. En su paso por México hubo muerte, amenazas y hostilidad, pero también hospitalidad. Y cuando pensaban que estaban cerca de alcanzar su meta, la espera en Tijuana se alarga en medio de una situación precaria.
La lista de personas que buscan asilo en Estados Unidos crece día a día. Cada mañana a las 7, dos largas filas de más de cien personas se forman frente a la garita de San Ysidro. Después de anotar su nombre reciben decepcionantes instrucciones: deben esperar dos meses antes de tener alguna noticia de su solicitud. Joel Collado es un voluntario que llegó con la caravana y ahora se encarga de anotar los datos de las personas que solicitan asilo. “Esta lista tiene historia, empezó en 2016 cuando hubo un éxodo masivo de haitianos que llegaron a Tijuana. La idea de tener una lista fue y es mantener el orden de las personas que van llegando en busca de asilo”, detalló el nicaragüense, quien también ocupa un lugar en la lista.
Desde la llegada de la caravana a Tijuana, el listado aumentó de 3 mil a 5 mil personas. Ahí se encuentra el nombre del veterano hondureño Arturo Sánchez, que después de vivir 24 años en Estados Unidos tuvo que regresar a su país, solo para verse obligado a migrar de nuevo, debido a las condiciones de seguridad. Ahora está convencido de que es mejor entrar a Estados Unidos legalmente, como refugiado, y no de contrabando, como lo hizo cuando era más joven. Aunque la espera es larga y el escenario desolador, Arturo no pierde la calma ni la sonrisa. La mañana del 27 de noviembre acudió a la garita para preguntar por el estado de su solicitud. No recibió respuesta.
Los migrantes alojados en el albergue establecido en el deportivo Benito Juárez en Tijuana parecen concentrados en subsistir. El desayuno se empieza a servir a las 9 de la mañana. Los migrantes deben formarse durante tres horas para recibir la comida preparada y repartida por elementos de la Marina. El menú del día: un vaso de leche, frijoles y espagueti. Los migrantes se empujan para alcanzar un almuerzo, otros más desisten y se quedan con el estómago vacío.
Sara Maldonado, de 28 años, prefiere jugar con su hija Montse. Aun hace mucho frío y buscan resguardo entre las cobijas. Después de dormir tres noches seguidas en el piso de tierra, Montse presentó un cuadro infeccioso, no podía respirar y tenía temperatura. Sara gastó lo último que tenía de los cien dólares con los que partió de Honduras para comprar una casa de campaña y mitigar las bajas temperaturas que por las noches azotan esta ciudad fronteriza. “Aunque tenemos tienda de campaña el frío sigue calando y es difícil que mi niña se recupere del resfriado. Nuevamente está mala y no quiero que llegue a tener temperatura”, dice Sara.
Como Montse, una tercera parte de la población del albergue ha sido tratada por enfermedades. Es imposible dejar de advertir las condiciones insalubres del lugar. El olor de los baños portátiles montados en el perímetro del deportivo penetra todo. Los escasos botes de basura están saturados, entre las esquinas de los toldos hay restos de comida y retazos de ropa y cobijas enlodadas, toldos asimétricos, personas vendiendo cigarros y gritando “¡Fúmele banda, fúmele!”, para animar el vicio y mitigar el olor a podredumbre.
El albergue, planeado para mil personas, está rebasado. En medio del campo, que antes de la llegada de la caravana se utilizaba para partidos de béisbol, se encuentra una amplia carpa blanca en donde duermen amontonados más de mil centroamericanos. Ahí se cambian, tienden la ropa e intentan sobrevivir. Otros duermen a la intemperie. Casi no hay espacio para caminar entre las tiendas de campaña y los tendederos de ropa.
Montse corre con un grupo de niños alrededor de la gran carpa, sin advertir la crisis de la que forma parte. Se divierten dando vueltas entre la nube de moscas que ronda los botes de basura, se avientan entre las cobijas y tropiezan con los plásticos que bajo los que se guarecen quienes no alcanzaron una casa de campaña o un espacio bajo la carpa principal. A pesar de todo siguen teniendo energía para reír a carcajadas.
Pero no solo la comida escasea en este refugio del éxodo migrante. Jancy López recorre el albergue en busca de un pañal para su hijo Justin. La administración del albergue le entrega uno solo al día, que no cubre sus necesidades. “Las condiciones dentro del albergue se han agravado con la llegada de más personas. No hay ni toallas, ni recursos de higiene personal”, explica la joven madre, mientras menea a su hijo en la carreola.
“Mucha gente se está desesperando porque hay servicios que se nos están limitando, como el agua y el baño. No venimos en son de violencia ni represión, estamos buscando un país sin amenazas”, alertó el vocero de la caravana, David Vázquez sobre la crisis humanitaria que se gesta en el rudimentario refugio.
Ante la desesperación y las desagradables condiciones de alojamiento, un grupo de 42 migrantes trató de cruzar la valla metálica en la garita de El Chaparral el pasado 25 de noviembre. No llegaron muy lejos; los gases lacrimógenos lanzados por Agentes del Servicio de Aduanas y Protección de Fronteras estadounidense los hicieron retroceder. Posteriormente fueron detenidos.
Sara Maldonado no se quiere arriesgar. Ya ha sido deportada una vez y prefiere quedarse en México a trabajar planea establecerse con su pareja y con Montse en un rancho de Mexicali, donde unos conocidos han prometido conseguirle trabajo
A sus cuatro años, Montse ya sabe que el sueño está del otro lado de la barda que observa desde el refugio. Una voluntaria estadounidense llega a jugar con ella. Apenas puede pronunciar bien las palabras en español, pero se encariña con la niña y la corretea por unos minutos antes de despedirse. Cuando lo hace, Montse empieza a llorar y le pide a gritos: “Llévame a donde tú eres”. Su madre le dice que es hora del baño.
En las rudimentarias regaderas hay gente enjabonándose a la intemperie. Un extenso charco inunda el acceso para llegar a ellas, así que los migrantes colocaron una viga de madera y restos de plástico para no caer en el charco blanquecino. “Guácala”, se queja un joven hondureño, quien después de llegar a su tienda entona una canción “De mi vida te boté…” mientras se seca las gotas de agua en medio del campamento. Al salir de la regadera Montse tiembla, brinca sobre el hediondo líquido, tratando de no perder el equilibrio. El frío empieza a calar, y se acerca la hora de dormir. Su madre la arropa y pone las dos cobijas rotas que les regalaron en donación. Aún desconoce cuántas noches más pasará en ese albergue, rodeada de otros migrantes que no piensan volver a su país.
La entrada de la caravana a Tijuana es un hecho sin precedentes, admitió el director de Atención al Migrante, César Plasencia. “Esto nunca había pasado en Tijuana. Me tocó el tema de los haitianos aunque fueron más, ellos llegaron en un lapso de 6 meses y había una orden a nivel federal. En cambio, con las caravanas no hubo una estrategia de gobierno federal y no hubo tiempo de atenderlos en cuanto a recursos humanos y materiales, estamos rebasados”, señaló.
Plasencia explica que la única ayuda que han recibido del gobierno federal son los marinos cocineros. “Pero todos los insumos son del municipio, del estado y donaciones”, expresa. “Para alimentar a los más de 6 mil migrantes en un mes se requieren 25 toneladas de comida que obviamente no tenemos”.
El tesorero municipal, Ricardo Chavarria indicó que el municipio está gastando 600 mil pesos al día para sufragar los gastos de la presencia de la caravana en Tijuana y que no hay suficiente dinero. El alcalde de Tijuana, Juan Manuel Gastélum, advirtió que los recursos se agotan para el sustento de la caravana y urgió al gobierno federal atender esta crisis humanitaria. “Ya no aguantamos”, expresó el presidente municipal, apodado el “Trump de Tijuana” por su rechazo a los migrantes de la caravana.
Cuando crees que las condiciones no pueden ser peores, una lluvia incesante azota la ciudad y el campo de beisbol termina por encharcarse del todo. Junto con otros niños, Montse utiliza una cubeta para sacar el agua de las casas de campaña. Su muñeca, su carrito y su ropa están empapados. Encargados del refugio temporal aprovechan la lluvia para espolvorear cal sobre el agua estancada junto a los baños.
Entre una orquesta de estornudos y niños moquientos, las autoridades municipales anuncian que los migrantes centroamericanos serán llevados a un nuevo albergue, en el centro de espectáculos El Barretal.
En medio de una lluvia que no cesa, el INAMI proporcionó 18 camiones para trasladar al primer grupo de 525 la tarde del 29 de noviembre. Para las autoridades municipales, este segundo albergue habilitado para los migrantes debe ser operado por el gobierno federal con sus recursos, ya que el municipio no puede hacer frente a los gastos. Más de 2,000 personas ya ocupan un lugar en el nuevo refugio.
Alrededor de 600 migrantes se han negado a moverse, temiendo que esta reubicación signifique un retroceso en el camino al sueño americano. Ellos continúan acampando en el deportivo Benito Juárez, a unos cuantos metros de la franja fronteriza. Texto original publicado en Letras Libres, diciembre 2018